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Entregados a la cultura de las pantallas, no sospechábamos que la mayoría de nosotros querríamos alienarnos todo el tiempo posible, saltando de un dispositivo a otro, intentando no pisar tierra. Esta compulsión electrónica se manifiesta como una... Seguir leyendo
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Entregados a la cultura de las pantallas, no sospechábamos que la mayoría de nosotros querríamos alienarnos todo el tiempo posible, saltando de un dispositivo a otro, intentando no pisar tierra. Esta compulsión electrónica se manifiesta como una forma de habitar un limbo que nos extirpa del presente para transportarnos a ese no lugar donde todo es posible, pero nada es del todo real. Y le pedimos demasiado: que nos rescate de nuestra infelicidad a cambio de tener conexión de alta velocidad. Hoy más que nunca, «ser es ser visto» y nuestras pantallas nos han dado entrada a un grandioso baile de máscaras, una feria de las vanidades en la que perfiles y semblantes mejorados se rigen por los estatutos del avatar y el reinado del Photoshop. El héroe de la iconografía moderna tiene el aire autosuficiente y despectivo de los modelos que, aparentes poseedores de la divina belleza, se colocan por encima de los mortales para bastarse en la república independiente de su cuerpo. Pero la mirada permanente e inquisitiva del otro genera una masa de angustia que impregna la comunicación en las redes, ignorando que el océano del sujeto es mucho más profundo de lo que se aprecia navegando por ellas.