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La ausencia es una cicatriz, el recuerdo de un lugar que ya no pisaremos, de una persona que se encuentra lejos. La ausencia se siente y se padece. La ausencia duele. «La ausencia nos duele porque su percepción implica todavía el anclaje a una cie... Seguir leyendo
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La ausencia es una cicatriz, el recuerdo de un lugar que ya no pisaremos, de una persona que se encuentra lejos. La ausencia se siente y se padece. La ausencia duele. «La ausencia nos duele porque su percepción implica todavía el anclaje a una cierta materialidad. Eso sucede porque la ausencia es siempre presencia. Pero una presencia omitida». Las cicatrices provocadas por la ausencia hacen que en nuestra memoria resuenen los ecos de lo que fuimos, de lo que vivimos en el pasado, de lo que una vez llegamos a sentir. Pero entonces, si la ausencia duele, ¿qué tiene de bello algo que condiciona nuestra existencia de manera negativa, algo que nos aísla? ¿Qué puede ser rescatado, para bien, de un concepto que surge cuando nuestro alrededor se desmorona, cuando llega la muerte o las personas a las que estimamos desaparecen de nuestra vida? Y, sin embargo, también ahí, en el dolor, en la ausencia, en aquello que precede al olvido, es posible hallar un pequeño resquicio de belleza, por nimio que parezca.