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Pamplona, 22 de mayo de 1938. ¡Podéis salir, camaradas, somos libres!. La voz potente del preso se abrió camino por el patio de la cárcel. Joaquín se levantó de inmediato y zarandeó a Tomás, sentado junto a él en el suelo de la celda. ¡Vamo... Seguir leyendo
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Pamplona, 22 de mayo de 1938. ¡Podéis salir, camaradas, somos libres!. La voz potente del preso se abrió camino por el patio de la cárcel. Joaquín se levantó de inmediato y zarandeó a Tomás, sentado junto a él en el suelo de la celda. ¡Vamos, chico!, le dijo tirándole del jersey y levantándolo en volandas. Pertenecían a la segunda brigada. Su calabozo estaba en la primera planta del fuerte de San Cristóbal. Apenas veinticinco metros cuadrados que les constreñían el ánimo, obligados como estaban a permanecer entre sus muros prácticamente el día entero. Alguien abrió la puerta de su celda y corrieron en tropel escaleras abajo. Atravesaron el patio sin despegarse el uno del otro y, escondidos entre el tumulto de presos que, guiados por una voz anónima que gritaba ¡a Francia, a Francia!, recorrieron el patio del fuerte dirigiéndose hacia la puerta del presidio. Una vez la hubieron traspasado, y ante un horizonte extenso, la esperanza se instaló en su mente. El ansia de libertad azuzaba sus piernas mientras corrían inmersos en un silencio poblado de miedo. Mikel Unzu, periodista de investigación de La Nueva Voz, uno de los tres principales periódicos navarros, se hace de manera ilícita con el diario de un desconocido. La lectura del manuscrito lo sumergirá en un episodio de la historia de Navarra cuidadosa y perversamente silenciado durante décadas.