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El cuchillo de Lichtenberg se lee como una de esas colecciones misceláneas que suelen abreviar muchos siglos y compendiar diversas literaturas. Al invocar la participación y complicidad del lector en un ejemplo extremo de lo que se ha dado en llama... Seguir leyendo
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El cuchillo de Lichtenberg se lee como una de esas colecciones misceláneas que suelen abreviar muchos siglos y compendiar diversas literaturas. Al invocar la participación y complicidad del lector en un ejemplo extremo de lo que se ha dado en llamar «obra abierta», aquí cada relato es, al fin y al cabo, único e irrepetible; ya que cobra forma a medida que los ojos lo despiertan, se vuelve una cámara de ecos y reverberaciones de la mente que le da vida. Alejandro Robles nos sumerge en un objeto imposible, en una suerte de pieza conceptual que va más allá de la mera ocurrencia o la gracejada. Con el simple pasar de sus páginas se suceden relatos breves y extraordinarios, muchos de ellos humorísticos, otros de talante más trágico y cruel, que hacen las veces de lupa que distorsiona la realidad. Y las posibilidades de lectura se multiplican. Basta entornar un poco los párpados para que surjan toda clase de cuentos fugaces, estampas volátiles que remiten a Kafka o a Schwob o a Perec, novelas metafísicas que alcanzan su clímax en pocas líneas, acertijos de aire oriental, parábolas de timbre bíblico. Infiero que, como corresponde a un libro infinito, su relectura será siempre cambiante. Luigi Amara