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“Siempre pensé que eran imposibles los regresos. Ahora sé que a lo mejor sí, aunque los años hayan pasado y su huella sea como el rastro que dejaban las liebres en el monte: un visto y no visto, como la mancha de las escopetas en el poyo ... Seguir leyendo
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“Siempre pensé que eran imposibles los regresos. Ahora sé que a lo mejor sí, aunque los años hayan pasado y su huella sea como el rastro que dejaban las liebres en el monte: un visto y no visto, como la mancha de las escopetas en el poyo a la entrada del refugio, en medio de la lluvia. Lo que nos espera en la vuelta a casa no es lo mismo que abandonamos en la huida. Tampoco nosotros seremos los mismos”. Así comienza esta novela que sigue insistiendo en la necesidad de contar para que la palabra no sea lo mismo que el silencio. Lo he dicho y escrito muchas veces: lo que no se cuenta es como si no hubiera existido. Siendo él un niño, la familia de Román busca en el exilio francés la vida que aquí hubiera sido imposible después de la derrota republicana frente al fascismo en 1939. Han pasado ochenta años desde entonces y nunca había vuelto a Los Yesares. Cuando sales obligadamente de un sitio, resulta muy difícil el regreso. A veces, imposible. El sitio al que llegas nunca será definitivamente tuyo y el que dejas atrás lo habrás perdido para siempre. Lo que encontramos en el regreso son las sombras de lo de antes, ese tiempo en que casi todo estaba por vivir y que ahora, tantos años después, se ha convertido en una memoria tan maltrecha como insobornable. “La única manera de cerrar las heridas del pasado es contarlas”: lo dice Lola, una joven de diecinueve años que guarda de ese pasado la herencia de una dignidad familiar nunca vencida. El boxeador es el lugar donde la memoria se hace eco, como la vieja canción de Simon&Garfunkel se fue escuchando a lo largo y ancho de varias generaciones. Y la pregunta final: si no escribimos para que desaparezcan de nuestras vidas el olvido, el miedo y el silencio, ¿para qué demonios escribimos? ALFONS CERVERA