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Si hubiera una palabra para definir la relación entre infancia y naturaleza, esa sería «injusticia». Mientras que un bebé de un país desarrollado genera un impacto ambiental trece veces mayor que el de los nacidos en países en vías de desarro... Seguir leyendo
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Si hubiera una palabra para definir la relación entre infancia y naturaleza, esa sería «injusticia». Mientras que un bebé de un país desarrollado genera un impacto ambiental trece veces mayor que el de los nacidos en países en vías de desarrollo, estos últimos sufren las consecuencias del deterioro ambiental que las sociedades acomodadas estamos causando. Y por supuesto a nadie escapa que en todo el mundo estamos padeciendo en vivo y en directo el resultado de años de desprecio y arrogancia hacia el medio ambiente. Cada cierto tiempo nos encontramos con catástrofes ambientales, climáticas, alimentarias o sanitarias. Y pese a que nos jugamos el pellejo, somos incapaces de actuar colectivamente a su favor. Los humanos somos notablemente torpes para gestionar estas situaciones, con una sorprendente parálisis a la hora de planificar y reaccionar para paliarlas. Aunque también es cierto que somos capaces de dar muestras de buenas prácticas y de acciones inteligentes. Pero ¿por dónde empezar? ¿Cómo reaccionar sosegadamente ante un desafío de tal magnitud? Katia Hueso sostiene que la única vía para cambiar el rumbo es la educación en la naturaleza, entendiéndola no solo como una parte del currículo, sino como algo transversal, que trascienda incluso las instituciones educativas y comience en cada hogar. Porque no hay mejor herencia para dejar a nuestros hijos que la de un mundo mejor.