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Que alguien del otro lado del planeta decida venir a vivir a tu país. Que te escoja a ti como vecino. Que quiera que sus hijos crezcan en tu lengua para que amen lo que tú amas. Y que ese alguien que trabaja en una peluquería doce horas al día, s... Seguir leyendo
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Que alguien del otro lado del planeta decida venir a vivir a tu país. Que te escoja a ti como vecino. Que quiera que sus hijos crezcan en tu lengua para que amen lo que tú amas. Y que ese alguien que trabaja en una peluquería doce horas al día, seis días a la semana inclinada sobre tus pies, tus manos y tu pelo, tenga la generosidad de explicarte cómo es su mundo. Aquí dentro hay mucho de la China de Wenling. Mucho de la provincia de Zhejiang de donde vino un día hace diez años. Pero en esta casa de manicuras, cortes y permanentes hay además perfumes de otros lugares. Y jubiladas del barrio barcelonés de Grácia, jóvenes tozudas, una embarazada enamorada, lágrimas de la guerra del Vietnam, productos de cosmética franceses, injusticias forjadas en América y racismo bien incrustado. Por eso la llaman la casa de Wenling: porque la modestia del exterior esconde una auténtica reserva de humanidad, un catalizador que arranca confidencias, desentierra tragedias y hace explotar carcajadas. Un centro de intercambio de afectos que es tan necesario en el barrio como el ambulatorio, la escuela o el mercado.